El alcohol me la jugó caro



Enero gris. Llovía. El frío se colaba a través de la camisa raída, y hasta podía sentirse el crujido tembloroso de la mandíbula. Tenía una barba de cinco días, los pantalones ensopados, los ojos marchitos. Yacía sobre la acera, y solo tenía por compañía una botella de ron y un perro mustio, hambriento.

Ese día que me quedé tirado en la calle toqué fondo.  Alguien que me conocía me llevó para la casa y, al otro día, cuando pasé la borrachera mi mamá, que tenía entonces 81 años, me enseñó el pantalón y me dijo: “Mira cómo te trajeron ayer”. Se arrodilló y me dijo llorando: “¡Hijo, me vas a matar en vida!”. Verdad que el pantalón estaba negro, negro del churre, y hasta me había orinado.

Empecé a tomar cuando tenía 33 años; lo hacía cada dos o tres días, paraba y volvía otra vez. Iba a varios bares, y frecuentaba mucho el del Colonial. Siempre buscaba un motivo para tomar: el cumpleaños de uno de mis hijos, el de mi mamá, el de fulano conocido mío. En el nacimiento de mi hijo chiquito, eso fue apoteósico. Y mientras las otras personas disfrutaban de la fiesta, yo mismo me mataba porque perdía el control y caía redondo. Por celebrar, celebrábamos hasta en la funeraria; nos aparecíamos con una botella de ron cuando se moría un compañero de borrachera. Siempre había alguna justificación para tomar.

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